Ella se contradijo varias veces, y entonces entendí que era una candidata perfecta para acabar llorando en un interrogatorio de los duros (Y así fue)
-¿Por qué no ha dejado usted que su padre viese a su hijo? Preguntó el Juez.
-Yo si le he dejado, él ha venido cada vez que ha querido.
-O sea, que de repente pretende usted que yo me crea que el padre pasa de ir a ver a su hijo de 3 veces en semana a verlo solo una? ¿Se ha olvidado de su hijo de repente? ¿Pretende hacerme creer que ya no lo quiere?
-No señoría
-¿No será que usted le está castigando por haber roto la relación porque no acepta las condiciones que usted pretende imponer?
Su juicio moral era este, y todo el mundo sabe que este tipo de juicios no se emiten en sentencia. El veredicto se entonó con voz grave y en un tono rítmico casi obsesivo, pronunciado con esa soberbia y esa altanería del que se sabe por encima -casi- de la ley.
Por un momento pequé de buenismo al pensar que el Juez estaba intentando destapar – con métodos desgarradores y poco eficaces- las intenciones ambiguas de la mujer. Sin embargo, todo atisbo de duda se borró en el siguiente interrogatorio, haciendo gala su señoría de una complicidad de género difícil de sostener, y sobre todo, de soportar.
Se sabe que los juzgados, como cualquier otro ghetto profesional, están llenos de cotilleos más o menos ciertos. Sobre este mismo juez se rumorea que le dejó su mujer hace no demasiado tiempo. (A saber si tuvo problema con sus futuros herederos)
Y es que el juez medía todos los valores del mundo con la vara de su experiencia personal y aprovechaba la discreccionalidad otorgada en los juicios de menores para perpetuar así la más estimulante de las venganzas. Convencido así de que toda objetividad es dañina para la justicia
Según las pruebas él no se había ocupado nunca nunca de recoger al ñiño del colegio, ni de bañarle, ni de darle de merendar, de cenar o de acostarle por las noches. Pero esto no parecía importar, tampoco parecía importar que él, debido a su trabajo de 8 a 20 no tuviera tiempo de dedicarse al crio y que existiesen unos dispuestísimos abuelos.
Cada juzgado de familia tiene un criterio, y en este caso la custodia compartida era un hecho.
Mis amigos solían plantearme -medio en broma medio en serio- la cuestión del juez robot.
Solíamos debatir energéticamente sobre si sería o no más justo, que estuvieran programados con algoritmos legales. Siempre he renegado con ferocidad esa posibilidad, más por mi creencia en la empatía humana que por la dificultad de llevarlo a cabo.
Pero a veces en juicios como este, llego a pensar “Ojalá hubiera sido un robot”. Pero la realidad es que en muchas más ocasiones afirmo todo lo contrario, “Menos mal que no es un robot”.
Y es que lo humano, por ser lo imperfecto, juega en estas dos direcciones. Siempre.
¡Justicia! Aclamamos, no hay valor más universal ni más diferente que la justicia. La justicia es como la libertad; todo el mundo la ansía pero cada cultura la redefine. ¿Es esto pues, universalidad? Lo que si es universal es que el mundo no parece girar para satisfacer nuestras ansias. Decimos justicia, a pesar de las dudas en nuestros corazones, decimos “justicia” pero solo la buscamos como una utopía, como esa utopía que decía Galeano que solo sirve para una cosa; para caminar.



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