La vida exterior, oscura y ebria, me inculcaba una especie de deseo obstinado a entregarme a los placeres de una sórdida taberna.
Acariciaba su pelo revuelto y sudoroso, sus ojos penetrantes azotaban mis contrariedades y su dentadura hambrienta centelleaba en aquel cielo nublado y torvo.
De mis muslos saltaban chispas aisladas y torpes cargadas de una sobreexitación enfermiza e incomprensible, abarrotadas de un apetito al acecho que arañaba espaldas, despegaba labios y quemaba todos los fósforos.


 

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